La ensalada desnuda
Pasaban los días y siempre grises. Matábamos el tiempo encontrándonos para comer. Era en la casa de ese matrimonio cuzqueño, en su casa de Ginebra, por donde todo el que llegaba o se iba pasaba por ahí indefectiblemente.
Pasaban los días y siempre grises. Matábamos el tiempo encontrándonos para comer. Era en la casa de ese matrimonio cuzqueño, en su casa de Ginebra, por donde todo el que llegaba o se iba pasaba por ahí indefectiblemente.
Cada uno llevaba algo, bebida, postre o alguna cosa. Era imposible llegar con las manos vacías en una casa donde te atracabas de comida. Mientras por sus ventanas veías nevar, a nadie en la calle y cuando alguien caminaba podías distinguir su paso. Eso, si no estábamos cantando huaynos a viva voz en quechua con una mano sosteniendo el vaso y con la otra marcando el ritmo.
Comíamos, cebiche de pescado y mariscos congelados del super, macerados con las limas del mercado de Ferney-Voltaire, camote y yuca traída no se sabía de dónde y cómo, pero siempre estaban a mano. Otras veces sopa con chuños y en un plato a parte mote y maíz cancha para acompañar una cerveza y papas a la huancaína (Cuzqueña, Paceña, Coronita, o Estrella, etc. etc.) o el vino o el ron. Todo siempre en una cantidad desmesurada, tanto como lo que se podía para tapar el agujero de la distancia y no tan sólo de la distancia.
La casa era también un lugar puzzle. Hasta en el lavabo encontrabas la mitad de una palta en la bañera para lavarse el pelo junto a un shampoo de fina producción suiza. Allí mismo y más arriba, un bolso amazónico de hilo de chambira que contenía las compresas, el que pendía de un gancho en la pared sobre los azulejos. Así era todo allí, varios mundos sobrevivían al frío y al gris, lo hacían así posible con la recomposición del puzzle.
Era la época de decidir dónde quería estar, qué quería hacer. Había roto primero con quien había sido uno de los motivos para ir a vivir a Ginebra. Luego esa relación platónica que se había apoderado de mí. Así me defendía de cualquier sentimiento de proximidad que pudiera abrir heridas pasadas...estaba ocupada mi mente. A veces tenía alguna aventura...de esa forma no me arriesgaba. El miedo me dominaba. Era una elección que recién me di cuenta que había hecho mucho más tarde. Leía durante horas, iba a la biblioteca del Museé de Etnographie de Genève, horas también y a las organizaciones internacionales a cuanta reunión podía asistir. Preparaba cenas y almuerzos en casa, iba con bastante frecuencia a bailar salsa a tugurios insospechados.... escapaba siempre de las garras masculinas latinas o europeas o africanas o asiáticas que me buscaban y que yo sólo apenas les aceptaba. Era increíble, me seguían por todas partes. Algunos pensaban que seguía amando a ese hombre, lo que no sabían era que se me había producido ese retuerce de boca de estómago (que pocas veces me ocurre) el cual ya no deja que ni siquiera pueda volver a hablar con quien me haya herido. Es raro, hasta yo misma me sorprendo de ese mecanismo porque no lo controlo. La primera vez tenía 24 años, la segunda 38 y la tercera 42. Con tres es suficiente, por regla no necesita repitencia, no poder volver ni siquiera hablar sin sentir nausea frente a alguien. De algún modo es una ventaja adquirida.
En Ginebra, Suiza hay muchos aderezos de ensaladas que cuando una llega te cautivan. Sus sabores, texturas, colores, variedad, sin embargo al cabo de un tiempo, empiezas a echar de menos el sabor de las lechugas, y mucho más teniendo Francia al lado. Sus tradicionales variedades de canónigos, roquetas, rúculas, achicorias, escarolas, cogollos, lechugas chinas, endibias, etc. etc. quién puede obviarlas? Acompañadas siempre de sus cebollas rojas, muy blancas, grandes pequeñinas, tiernas, siempre presentes en las ensaladas con una vinagreta preparada en un bol (no sé porqué casi siempre viejo y medio rajado) con una cuchara de sal, mostaza, pimienta, sal, aceite, y unas gotas de vinagre para que cada comensal se sirviera de ella.
Pero a pesar de la nostalgia del sabor de los alimentos tal y como son hay personas, sobre todos extranjeros/as que necesitan poner las botellas inconfundibles de dressings en los estantes de la puerta de la nevera. A lo mejor para que cuando abres sus neveras veas que están ahí en fila. Una marca de pertenencia a la Suiza que es tan difícil, pues, al cabo de un tiempo pueden pasar meses y siguen ahí hasta que de golpe se enfilan a la basura.
Ese día de comilona, una vez sentados todos alrededor de la mesa después de una larga preparación entre la anfitriona, yo y su hijo con los invitados recién llegados nos dispusimos a servirnos las ensaladas. Habíamos colocado los platos, las fuentes y dos bols de ensaladas sobre la mesa junto a la panera. De repente, la dueña de casa al mirar de reojo en actitud de inspección infaltable, dijo que no se había condimentado la de lechuga, a lo que señalé que no, que ya estaba alineada . Ella insistía en que no hasta que su marido le dijo y mirándome a mí y al bol con el tenedor como una batuta:
- A mí me gusta así también, hace tiempo que no la comía así,… vos hacés la ensalada desnuda!
En ese instante sentí que me quitaban la ropa de dos maneras. Una por un seductor incorregible y su mujer por odio. De modo que respondí que no desnudaba a nadie, sólo que me gustaba el aceite de oliva y el vinagre deslizado sobre las hojas de lechuga con apenas un poco de sal, nomás.
El comentario siguió imperceptible entre temas de mayor envergadura pero parecía que se avivaba en cada lechuga que se llevaba cualquiera a la boca, pues el silencio era más largo que de costumbre. Todo eso hasta que no quedó nada en el fondo del bol y la otra ensalada apenas se había tocado.
La comida terminó con cafés, cognacs, cantos, dulces, un brindis detrás de otro y relatos de anécdotas hasta que me despedí.
En el bus hacia Ferney- Voltaire se me ocurrió pensar que la ensalada desnuda más que un atributo es una acción de esta comida sobre los comensales…unos meses más tarde estaba yendo de regreso a Barcelona.
Noviembre 2006-CM
¿Esperarle a la salida del metro o ir hasta Madriguera?
Después de unos meses de habernos visto por casualidad en Gràcia cuando Tito se mudaba al barrio del metro de Trinitat Vella el miércoles me decía por teléfono:
- “(...) te espero a las dos y media a la salida del metro “Trinitat Vella” . Hay una sola salida. No vas a saber venir a casa ...¿tú no conoces por aquí? ¿No? Es que es lejos… No te preocupes, nos vemos allí y vamos juntos, así aprendes el camino...”
Ese jueves el sol rajaba la tierra, para mal o para bien, debía meterme dentro de la tierra para coger el metro en Catalunya y así cumplir con éxito la larga travesía advertida hasta el punto mencionado para el encuentro.
Tras comprar unos obsequios en una tienda de chucherías y ya empapada de sudor, sabiendo que en el metro estaría más fresquita, luchaba mentalmente con la sensación arcaica de que iba a tener más calor allí abajo. Cada día que desciendo las escaleras fijas o mecánicas a donde vaya se me aparece el fantasma del calor intraterrenal, como de un horno se tratara. Hay acciones, sensaciones y pensamientos los cuales aunque se sepan equivocados difícilmente sólo se corrigen con el tiempo a pesar de que la experiencia siempre les acabe mostrando lo contrario. Sin embargo es tan común... En mi caso, y sobre todo con el metro, todo este embrollo me lo tomo como una suerte de sorpresa gratificante diaria para el cuerpo que se enfría al entrar al vagón y los estornudos que me desata el contraste con el frío lejos de que me molesten, los recibo como una sacudida corporal tonificante para iniciar el viaje subterráneo.
Tenía tanto miedo de llegar tarde o perderme, que eso no me permitió calcular el tiempo real, por eso, estuve allí una media hora antes. Creo que quería conocer sola el lugar.
Al salir a la superficie... Oh! ¡Cuántos árboles, espacio, y edificios levantándose! Algunos obreros comiendo bocadillos bajo la sombra de los altos árboles. Raro, pensé, en Barcelona a la vista no había ningún bar donde pudiera palear el calor y la sed que tenía. Con una revisada ocular rapidísima , de pronto vi un cartel estilo bandera que sobresalía de la arista de una esquina : decía BAR. Me pregunté : Otra vez bajo el rayo tajante del sol? No. Estar a la sombra de los árboles o beber una caña fresquita en el bar eran las opciones más atractivas para luego volver a la salida del metro y encontrar a Tito puntualmente. Decidí lo segundo.
Llegué al cartel, giré la esquina, miré el nombre de la calle, Madriguera, había una puerta entreabierta de una casa vieja en la que casi entro, pero la intuición y el azar me salvaron cuando a una mujer que pasaba por la calle desierta le pregunté:
- Pero, cómo se entra a este bar?
- Hace años que ese bar no existe!
Casi escapando crucé rápidamente la calle antes de que un hombre saliera a preguntarme que hacía por ahí y al paso encontré un bar con la terraza vacía.
Por la vidriera de ese bar se podían ver algunas mesas con obreros gesticulando y zampándose bocadillos, cervezas, ceniceros humeantes, una tele plana nueva emitiendo publicidad. Estaban allí porque había refrigeración como lo indicaba la etiqueta dorada de la puerta: Local Climatizado.
Me dirigí recto a la barra para pedir una caña y patatas fritas que, el camarero o dueño, me llevó a la mesa en la que me había sentado frente a la tele. Detrás de mí un operario con una jarra de creveza vacía. Él hablaba en voz alta con otros, unos cinco de la otra mesa. Lo hacían a grito pelado sobre cosas que me sonaban a nada. De reojo miraba el reloj de la pared. Me quedaban quince minutos y la caña me desapareció en la boca en segundos después de la corta caminata en la que el sol me había cocinado seguía con sed. Pedí otra con unas olivas mientras estaba presa de entender que decía la tele exponiendo unos cuadrados blancos sobre un césped verde inglés y los alaridos graves y agudos entre los hombres del bar de fondo.
Yo era la única mujer, y parecía que ellos adivinaban a través de mi espalda que quería distinguir lo que decían, así que era partícipe de ese saber no dicho cuando de pronto el camarero se acercó a la mesa de detrás y le dijo al operario:
- Aquí tienes la cerveza bien fría!
- Menos mal y llena porque las tres anteriores estaban vacías!
- Ja! Está sí va llena...
- Claro, esto me lo haces porque soy maricón! Sí porque soy maricón, eso! porque soy pobre porque si fuera rico sería “gai”
De la otra mesa los otros hombres tan a viva voz como este hombre confirmaban el comentario mientras a mí me explotaba la risa. Controlaba no escupir en sifón la cerveza que tenía en la boca mirando fijo los cuadrados blancos, a veces cilindros sobre el verde del césped inglés de la tele:
- Pues sí, yo también soy maricón y que´?! Y sería “guei” también si fuera rico...pero soy pobre, soy pobre, soy pobre joder! Y no me queda más que ser maricón!
Seguía riéndome por lo bajo con la mirada fija en la tele pero ellos habían notado mi reacción corporal, atisbaron la tensión que no había podido controlar al escuchar esas frases. Así que siguieron diciendo cosas con el afán de conquistar mi atención femenina lo que hizo que sus discursos perdieran frescura y espontaneidad e interés y se fueran borrando en el vacío de entre las mesas. Además faltaban cinco minutos para llegar al metro, y los cuadrados blancos recuperaron mi atención al colarse las palabras y recuperar fuerza sonora con el significado pescado en medio de la bulla “explosivos del atentado de Londres”.
Pagué y al dirigirme a la puerta fui recogiendo sus miradas que se iban despegando de mis pechos para pegarse sobre mi trasero. Todos esos hombres tan simpáticos y ocurrentes que me entretuvieron y menguaron la impresión tanática de la información de la tele, por un momento me alejaron de esa noticia prevaleciendo en el aire algo de vida.
Al llegar a la salida del metro, Tito estaba allí, tan puntual como siempre mirando hacia abajo de las escaleras hasta que al verme aparecer por la superficie sin entender nada nos saludamos. Nos fuimos caminando hacia su casa (y así conocer el dichoso trayecto ) compramos el pan y almorzamos sin más.
Munaicha
CMagosto 2004
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